blogue

26/06/13

Por Papá: LA ESCOPETA DE PAPÁ ERA SIMBÓLICA

Rebecca Ley, The Guardian

 

Como todo buen hombre de campo, Papá tenía una escopeta. Mamá la encontró hace poco, escondida en una esquina del garaje que aún no le había dado tiempo de limpiar. Estaba envuelta en un pedazo de tela grasienta, junto con unas cuantas balas sueltas. No sabía qué hacer con ella hasta que mi hermana le sugirió que llamara al armero local, ya que éste estaría más que feliz de quitársela de las manos.

Yo sabía que Papá alardeaba de tener una escopeta, pero siempre pensé que era un farol. Nunca le vi con ella en las manos y todavía trato de convencerme a mi misma de que nunca disparó contra cosa alguna. No era de ese tipo de hombres de pueblo que salen de caza, o que disparan urogallos. No, el arma era más un símbolo de sí mismo, en mi opinión, creo que estaba relacionada con su idea de la masculinidad.

Así pues, le gustaba hablar de ella, especialmente con mi esposo. Cuando, hace cinco años, tuvimos un problema con un zorro que se colaba en nuestro jardín trasero, le ofreció el arma a Andrew en repetidas ocasiones.

 “¡Cógela! Es toda tuya”, decía Papá con una amplia sonrisa. “Esa terraza que tienes en la parte de atrás es perfecta para disparar a esos bastardos. E incluso puede que de paso a algunas ardillas”.

Entonces hacía con las manos el gesto de disparar y decía “¡Pam, pam, pam!”

Mi marido siempre ponía reparos, pero al mismo tiempo se podía detectar en sus ojos un destello de emoción, esa incontenible atracción que los hombres sienten por  las armas de fuego.

Nunca se le pasó por la cabeza cogérsela prestada, y debo admitir que eso me hace feliz, sin embargo era uno de sus típicos temas de conversación. Papá, en muchos sentidos, no era el típico machote, y odiaba a los deportes de equipo, guardando un especial desprecio por el fútbol.

Así que sus conversaciones siempre quedaban restringidas a uno o dos temas. El arma era uno de los que se repetía a menudo, junto con el modelo de coche que conducía mi marido, nuestras propiedades, y dónde habíamos estado en las últimas vacaciones.

Éstas eran las cosas de las que se podía hablar con él, e incluso dentro de estos parámetros, Papá tenía algunas historias concretas que contaba una y otra vez.

Cuando comenzó a empeorar, la frecuencia con que relataba lo mismo aumentó. Muchas veces me despedí de ellos, dejándoles en el pub a sabiendas de que Andrew iba a pasarse dos horas escuchando de nuevo la misma anécdota. A menudo era aquella en la que Papá enumeraba, lamentándose, las propiedades que no había conseguido tener– todos esos sitios de Cornualles que habría comprado si en aquel entonces hubiera sabido lo que sabía ahora.

Pero como es costumbre en él, Andrew siempre se lo tomó con buen humor. Aun seguía sonriendo de regreso a casa de Papá. Él encaraba con mucha más paciencia que yo las historias que contaba mi padre, sus confusos alardeos y sus lamentos sobre el pasado.

Me gusta pensar que era porque yo estaba demasiado afectada personalmente por el deterioro de Papá, y sentía que ésta era una clara evidencia de su desgarrador deterioro mental.

Pero no era sólo eso. La verdad es que mi esposo es una persona más calmada, más paciente que yo, y mucho más alegre; y todas estas cualidades son fantásticas a la hora de estar con una persona con demencia, cuando lo único que uno quiere es que pasen los siguientes 5 minutos con la mayor dignidad posible.

Hasta ahora, él siempre se ha mantenido fuerte a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida, tranquilizándome al mostrarme que de una manera u otra todo iba a salir bien.

No siempre le he creído, todavía, en ocasiones, sigo sin hacerlo; sin embargo, sin su optimismo me habría sentido completamente perdida.

Submeter um novo comentário